La “peste negra” es el nombre dado por los historiadores a la peor epidemia sufrida en la historia europea. Se originó en el Lejano Oriente, probablemente a principios de la década del 1330-1340. En 1346 apareció en las factorías italianas de Crimea y al año siguiente ya se había extendido hacia Constantinopla y hacia el Mediterráneo. A la península Ibérica llegó en 1348.
La peste negra fue el inicio de una era de temibles epidemias en Europa en donde llevaban ocho siglos sin conocerlas. En siglo XVI se hizo endémica y durante cerca de cuatrocientos años en los que se produjeron diferentes brotes de fatales consecuencias como la peste de Milán en 1576 y la de Londres en 1665.
En gran parte, la enfermedad era la “peste bubónica” transmitida por la rata al hombre a través de las pulgas. Provocaba grandes hinchazones (bubones) en las axilas e ingles y aunque no era necesariamente mortal, en ocasiones la muerte se desencadenaba con rapidez incluso pocas horas luego de las primeras manifestaciones. En el brote inicial de la década del 1340-1350, la peste fue de tipo pulmonar, porque el bacilo se alojaba en los pulmones y causaba neumonía. Este caso era muy contagiosa y casi siempre mortal. A diferencia de la “peste bubónica”, que se propagaba en verano, la variante pulmonar era especialmente virulenta durante los meses de invierno.
Dado que en aquellos tiempos no existían censos ni registros de defunciones, es difícil determinar qué proporción de la población fue víctima de las sucesivas epidemias. Incluso en aquellos casos en los que existen datos precisos sobre el índice de mortalidad, entre un grupo concreto de personas, la enorme fragmentación de brotes epidémicos impide extraer conclusiones definitivas. Se sabe que en algunas dióses murieron muchos párrocos, pero los ciudadanos que dispensaban a los enfermos pudieron hacerlos especialmente vulnerables, mientras que en otros lugares, su mejor nivel de vida los hizo más resistentes a la enfermedad.
Sin perjuicio de lo antes expresado, la mayoría de los historiadores estiman que murió entre el treinta y el cuarenta por ciento de la población en los países y regiones más afectadas.
A largo plazo, la “peste negra” repercutió negativamente en el aumento de la población, durante todo el siglo XII la población había crecido de forma rápida y aunque aumentaba la superficie de tierras cultivables, a principios del siglo XIV toda la tierra había sido labrada con arado y en algunas zonas, las tierras agotadas producían cosechas de mucho poco valor. En efecto, la superpoblación había llegado a un punto crítico medio siglo ante de la peste de modo que comenzó a detenerse la tasa de crecimiento de la población. La peste, en consecuencia, potenció esta tendencia demográfica decreciente que no se invirtió siquiera cuando la epidemia hubo cesado. Los brotes de 1361-1362 redujeron a la población en otro diez por ciento y el crecimiento de la población no revirtió esta tendencia y hasta finales del siglo XIV no alcanzó la cifra anterior a 1349.